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El Estados Unidos de Donald Trump

La vida en Dallas Center, una localidad de Iowa que es un buen ejemplo del país rural y de mayoría blanca que elegirá de forma abrumadora al candidato republicano.

Perdido en el medio de la nada, rodeado de rastrojos de maizales, Dallas Center es un buen ejemplo de ese Estados Unidos rural y profundo que supo ser el orgullo de la industria y la economía norteamericana y que hoy es un sinfín de pueblos fantasma, algunos todavía pintorescos, pero sobre todo pobres y deprimidos.

Muchas de las casas de esta localidad del estado de Iowa aún muestran su encanto original, bien conservadas, con uno o dos autos frente a sus garages y prolijos jardines adornados con árboles que en otoño ofrecen a la vista una bella paleta de rojos, naranjas y violetas.

Otras han caído en el deterioro y el abandono, sus ventanas y puertas tapiadas con cemento o maderos resquebrajados y podridos. Las hamacas oxidadas de sus porches crujen al moverse solas con el viento, realzando la atmósfera espectral que las rodea.

Los negocios nunca fueron muy numerosos en Dallas Center, pero los que había fueron reemplazados por supermercados y estaciones de servicio ubicados en la periferia, explicó Kelly, de 50 años, rubia y de ojos azules, dueña del único restaurante del pueblo.

Un salón de belleza y un local de venta de herramientas completan la lista de comercios en las apenas tres cuadras “de lo que nosotros llamamos centro”, dijo Kelly, con una sonrisa pícara.

El 98% de los 1.900 habitantes de Dallas Center son blancos, la mayoría de clase trabajadora y dedicados a las tareas agrícolas. Apenas un 26% tiene menos de 18 años, según el censo de 2010.

A la mañana es casi imposible hallar a alguien en la calle con quien hablar. La virtual inexistencia de empleos -que florecían en el pasado en el pueblo y sus alrededores- obliga a la gente a ir a trabajar a Des Moines, la capital de Iowa, a unos 40 kilómetros.

Cuando los residentes regresan, a partir de las tres de la tarde, y aceptan hablar con Télam -extrañados y a veces no muy gustosos-, la frustración y la añoranza de tiempos mejores se hacen patentes.

También su preferencia abrumadora por Donald Trump, ese magnate neoyorquino súbitamente surgido del éter que ha sabido como nadie empatizar con esa sensación de menosprecio y resentimiento que durante décadas ha ido corroyendo el alma de estas personas.

Poco importa que el candidato republicano sea un racista, un mentiroso sin ningún plan concreto para resolver sus problemas o un charlatán anaranjado que nada sabe de la pobreza y la penuria.

Seguro que está equivocado, pero también es cierto que es la única persona que se dirige directamente a ellos y se expresa con la misma indignación que ellos mismos sienten de tanto en tanto.

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